Las Nalgas del Mendigo
El Comercio
La sala del CADE en Trujillo estalla en aplausos conforme Alan García camina hacia el podio.El Presidente se sabe dueño del escenario: en los siguientes minutos no es solo su masa generosa la que provoca respeto en los asistentes, sino también los gestos con que se impone a ellos. Hay un momento en el que recurre a una metáfora de astrofísica para hablar de los países que, cual planetas, una vez que incorporan suficiente masa crítica de inversión ya no pueden ser detenidos en su crecimiento. ¿No es, de paso, la metáfora de un ego planetario que se alimenta de los aplausos que va atrayendo? Sin embargo, conforme pasan los minutos, debo admitir que la defensa que García hace de su artículo "El perro del hortelano" está llena de sentido común. Por ejemplo, nuestra selva ocupa la mayor parte del territorio y está llena de valiosos recursos madereros.
¿No es estúpido dejarla intocada mientras seguimos siendo un país pobre? ¿No tenemos acaso las condiciones físicas para ser un país líder en recursos renovables? No es raro, por lo tanto, que cuando su alocución termina los aplausos sean tan atronadores como para espantar a todas las palomas en las plazuelas de Trujillo. Sin embargo, algo me preocupa: en su discurso debe haber pronunciado cerca de tres mil palabras. Pero tan solo pronunció una vez la palabra "educación". Y cuando lo hizo no la nombró como prioridad de Estado, sino como una oportunidad para que la empresa privada sea responsable con la sociedad. ¿A qué se debe esa postergación? Quizá la respuesta esté en Antonio Raymondi. Los peruanos hemos crecido escuchando una frase del sabio italiano que, en verdad, no se ha comprobado que haya sido pronunciada por él. Y la venimos repitiendo y repitiendo tontamente hasta hacerla verdad: que somos "un mendigo sentado en un banco de oro". Lo preocupante de que este pensamiento rija la estrategia de García para salir de la pobreza es que ningún país maravilla -léase Singapur o Irlanda- ha seguido esta receta de desarrollo. Creer en la frase apócrifa de Raymondi equivale a pensar que la gran oportunidad de nuestra nación descansa en el banco, bajo las nalgas del mendigo, cuando en verdad la gran riqueza a explotar está en el cerebro que descansa sobre sus hombros. Cuando pienso en esa tierra fría que es Finlandia e imagino esos celulares Nokia que la mayoría de nosotros llevamos en bolsos y bolsillos me da la rabia de pensar de que quizá tener tanta riqueza en un solo país, más que bendición, ha sido una maldición: nos distrae más la tarea de explotarlos y no la de invertir en nuestras mentes para crearles un valor agregado.
Suiza es un pequeño país de siete millones de habitantes que no tiene un recurso natural importante pero que sí tiene una sociedad con cultura científica. Tal es la razón por la que tiene más exportaciones que Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay juntos. Suiza, de la misma forma que esos países asiáticos que eran junglas hace solo cuarenta años, alienta la investigación científica, la innovación tecnológica y la ingeniería en todos sus aspectos, es decir, todos aquellos procesos creativos que son capaces de transformar una materia prima en una experiencia de vida. Mientras tanto, ¿qué estamos enseñando en la enorme mayoría de nuestros colegios? A acatar. A obedecer. A copiar de la pizarra al cuaderno. Jamás a cuestionar. Jamás a divertirse. Podremos poner en concesión eficiente a toda nuestra selva, poblar de truchas todas nuestras lagunas andinas y lograr que la minería y la agricultura trabajen en armonía. Pero si a la par no desarrollamos una reforma educativa pro libertad y creatividad, habremos matado al perro del hortelano, pero nos seguirá aplastando el dinosaurio del tercermundismo.